las leyes de Mendel

Por Silvia Lorenzo

Uno de los pequeños placeres que me otorga esta pequeña ciudad de la región de Aquitania a la que me he venido a vivir son las ostras. Ese pequeño gran molusco con sabor a mar que sume a la sociedad en la dicotomía del «me gusta» o «no me gusta» y que se considera destinado a aquellos con un paladar más refinado. Tengo la suerte de que hay una gran cultura de la ostra, valorándose mucho las diferencias entre sus variedades: no es lo mismo una Gillardeau que una Fine de Claire, y es menester saber cuándo se toma cuál si vamos a deleitarnos con estas ambrosías. 

El amor por las ostras, por lo que representan y por la cultura que las rodea es, en mi familia, hereditario. Mi abuelo enseñó a mi madre, y ella a mí. Como también le enseñó su pasión por una buena biblioteca, cosa que mi madre ha sabido —no sin mucho esfuerzo— transmitirme a mí también.  Quizás se deba a sus ganas de compartir gustos entre madre e hija como lo hacía ella con su padre. O quizás sean solo las Leyes de Mendel. Nos lo hemos planteado todo. 

Todos los libros que me recomienda mi madre me enamoran. Mi novela favorita, El Conde de Montecristo, me la recomendó ella. Una obra de arte que recomiendo a todo el mundo. Ahora que vivo en Francia, con ella a seis horas y media de distancia en coche, procuro hacer —aunque sea sola— cosas que a ella le gusta compartir conmigo. Para estar juntas de una manera u otra. Entre estas cosas, está mi amor por los paseos. En esta ciudad en la que vivo, en la que todo está  cerca de todo, perderme entre las calles se ha convertido en una especie de reto. Intento conocer cada esquina, cada tienda, cada librería y café. Descubro una infinidad de sitios nuevos cada vez que salgo a darme una vuelta y no se si seré capaz alguna vez de probarlos todos. Tengo tiempo, creo. 

Hace unas semanas, cuando llegué, me topé con una especie de mercadillo de libros viejos en una pequeña plaza en frente de la catedral y no dudé ni un segundo en acercarme a cotillear; porque es lo que mi madre hubiese hecho. Miré entre páginas de libros roídos por los años, encontrándome dedicatorias de amigos, marcas de lápiz, notas en los márgenes. Todo tesoros. Nunca llegué a comprar nada porque estaba muy empeñada en que quería comprar un libro que me fuese a leer (están todos en francés, por lo que no quería un libro muy complejo) y que además fuese de la editorial Gallimard. ¿Por qué? Encaprichamiento puro, no por otra cosa. Las ediciones de Gallimard son preciosas y me encantaría tener un libro viejo de esa editorial, sea cual sea. No lo he encontrado, aún. Vuelvo a visitar los puestecitos cada fin de semana con la esperanza de encontrar el libro que venga conmigo a casa. No recuerdo a quién le explicaba que ese mercado me recuerda a la historia de Harry Potter: tú no eliges la varita, te elige ella a ti. Pues a mí me pasa eso exactamente; no elijo yo el libro, me elige él a mi. 

Vino mi madre hace un par de días a visitarme y, por supuesto, esa plaza fue nuestra primera parada turística. Le fascinó. Todos los vinilos, los libros viejos, las láminas y mapas expuestos… Una exposición a pie de calle, todo por 5 o 6 euros (algo un poco más caro) y todo en perfecto estado. Un sueño, el suyo. Fue en aquella visita que me eligió. Mi libro, digo. Un « mazacote », que se le llamaría vulgarmente, de mil y pico páginas titulado Albert Camus María Casarès: Correspondance. Lo primero que me llamó la atención fue el nombre del autor, Camus. Había oído hablar de él, pero nunca lo había leído, y sin embargo, ya me gustaba. 

Hace dos años vi un tweet que le citaba « Au milieu de l’hiver, j’apprenais enfin qu’il y avait en moi un été invincible »: «había en mí un verano invencible ». Like, retweet y todo lo posible. Me encantó esa frase y me la guardé para siempre. Eso era lo único que había leído de Camus de modo que cuando vi el título cogí el libro de inmediato. Me sorprendió el vendedor explicándome que era una lectura muy larga, puesto que eran las cartas de los dos amantes durante los 15 años de su relación. Un amor imposible, destinado a terminar por la distancia física y personal pero a la que solo la muerte pudo poner fin. De ella quedan, recopiladas por la hija de él y una amiga, sus cartas.

Cartas. Soy una enamorada de las cartas. Leí la primera: su impaciencia por volver a encontrarse, por volver a tocarse. No necesité más de 10 líneas para saber que ese libro me había elegido. No solo por la historia que contaba, sino porque también reflejaba una historia que yo estaba viviendo. Eso me da para otro artículo, en otro momento, si eso. Leía las líneas del argelino como si las hubiese escrito yo, como si las hubiese escrito él. Ojalá. Siendo consciente de que eso nunca iba a suceder, lo compré, por si algún día se me presenta la oportunidad de regalarle este libro y todas estas cartas y palabras incandescentes. 

Creo que devoraría las páginas si no fuese por el hecho de que son como una sobredosis de azúcar y melancolía al mismo tiempo. Preciosas, apetecibles pero no recomendables para un empacho. Al menos no si no quieres acabar hecho un mar de lágrimas. Sin embargo, en mi primer asalto a esta historia epistolar, algo me asaltó a mí. Ganas de una carta. Mandar una carta de este estilo en el siglo XXI puede ser tachado de dos cosas: anticuado o grillado. Como no quiero pecar de ninguna, me limité a pensar en « mandar » algo más actual. Pero las dudas me devoraban por dentro: quizás no es el momento, ¿llego tarde? ¿o quizás pronto? ¿debería esperar y comerme las ganas? O quizás, ¿es mejor arriesgar? A mí también me ardían las ganas de escribir, de llamar, de vernos y tocarnos. De compartir nuestros días, en la medida de lo posible, como hacían ellos, de la complicidad que tuvimos pero nunca del todo.

Tres días. Tres días le di vueltas a ser Camus. O quizás María. El caso es que me encontraba en un remolino de dudas porque no sabía si me merecía la pena. Pero sí que me la merecía. Y en verdad nunca he dudado, pero me obligaba a hacerlo por tener la mente ocupada. Porque cuando tomas una decisión el siguiente paso es actuar. Y eso es lo más duro de todo. Por ello me ponía a hacerme preguntas, a hacerles preguntas a los demás cuando, en realidad, lo que tenía que hacer era lo que me nacía de dentro.

No hubo fuegos artificiales, ni nervios, ni nudos en el estómago ni nada. Solo calma. Esta vez solo ha habido calma. Ya no se si es porque mi mente sabe que se ha acabado o si es porque, al contrario, no se va a acabar nunca. « Si tiene que ser será » repite Lu. Pero Camus dice todo lo contrario. Camus dice « Quiero que pase, quiero que quieras que pase », que pasemos. Yo quiero que pasemos y por ello se que no puedo dejar las cosas seguir flotando porque a veces, si no mostramos interés, si no ponemos de nuestra parte y esfuerzo por que las cosas pasen, se pasan. Se pasa el momento, se pasa la ilusión y se pasa la vida. Y a la vida hay que ponerle ganas. Sobre todo a aquellas cosas que deseamos con esmero. 

No puedo hacer que pase nada, pero puedo decidir a qué me dispongo. Y me dispongo a dar la cara por aquello que quiero. Me dispongo a atreverme, a ser valiente, a demostrar que quiero que sucedan ciertas cosas. Quizás no lo diga explícitamente, pero hay silencios que también hablan. Se dice que los actos dicen más que las palabras y yo espero, de corazón, que se me haya escuchado. No por las palabras que estaba diciendo sino por lo que estaba haciendo. A veces necesitamos un empujoncito para decir ciertas cosas, tiempo al tiempo. Tiempo es lo que ahora tengo que darle. No me corre ninguna prisa, pero hay que seguir avanzando, no soltar el hilo que nos une. Todavía no, me quedan fuerzas aún.

Hablé con mi madre acerca del tema. Por encima y brevemente, sin indagar tanto en ello como acabo de hacer ahora. La comparación con Camus y Casares no se la he mencionado; quién sabe qué hubiese pensado. Se hubiese reído, seguro. Lo hablamos mientras estábamos sentadas en el restaurante comiendo ostras; me contó historias que ella había vivido, parecidas. Historias que seguían las mismas líneas, los mismos patrones. Solo queda una Fine de Claire, me la cede. Yo le cedo lo último que nos queda de vino. 

« Serán las Leyes de Mendel », me dice. 

« Serán », le contesto yo. 

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