Por Silvia Lorenzo

El otro día volví a encontrarme con un viejo amigo con el que llevaba tiempo peleada. Habíamos pasado tanto tiempo sin hablar que casi se me olvida por qué nos enfadamos. Casi. Pero la ilusión y la ternura que quedaron en mi cuerpo cuando nos despedimos después de hablar un rato me hicieron revisitar algunas de las palabras que escribí en su día y que después de encontrármelo, después de tantos años, reafirmaron aquello que escribí un día en mi cuarto con el corazón abierto:
Lo mejor que nos puede pasar es que dejen de saber de nosotros. Nada. Ni cómo estamos, ni dónde. Que no sepan qué tal los estudios ni nuestra familia.
Cuando las personas dejan de preguntar suponemos que han perdido el interés, que el vínculo que teníamos se ha deteriorado hasta quedar reducido a nada. Pero eso no es siempre verdad. Cuando no sabemos de una persona y tampoco queremos (o podemos) preguntarle, tendemos a imaginarnos que todo le va bien. Que cumplió aquel sueño que un día te dijo que tuvo. Nos imaginamos que todo le salió a pedir de boca y en el fondo de nuestro corazón deseamos que, a pesar de los altibajos por los que nuestra relación haya podido pasar, esté donde esté, le vaya bien.
Supongo que esto es lo mejor que nos puede pasar. Que cuando dejen de saber de nosotros y nos piensen, se imaginen nuestra vida como nosotros les contamos que queríamos que fuera. Y es entonces cuando da igual si la relación entre esas dos personas se ha debilitado, dan igual las peleas, los insultos y las malas caras. Da igual todo el tiempo que haya pasado porque, cuando esperan que vivamos nuestra mejor vida posible –aunque sea sin ellos–, es entonces cuando sale a relucir el verdadero amor que hubo.
Y seguirán pasando los años, y diremos que le damos poca importancia a perder nuestra relación con esa persona, o que no nos interesa lo que haga con su vida. Pero en el momento en el que les deseamos de corazón que todo les vaya bien, desaparecen todos los “me da igual” y, sin quererlo, arruinamos esa fachada que hemos intentado construir de indiferencia y sale a relucir el verdadero amor que tuvimos y seguimos teniendo hacia esa persona.
Porque a decir verdad (y quizás haya quien me contradiga), el amor no se puede extinguir. Pasará el tiempo y querer a alguien que no te hace bien no dolerá, ni te oprimirán el pecho los recuerdos. Pero por mucho tiempo que pase y muchas personas nuevas que conozcas, cuando quieres a alguien de verdad, no lo olvidas. Veo a muchas –insisto, muchas– personas que sí querrían olvidar; y sinceramente no entiendo por qué. El amor es de las cosas más bonitas que va a pasarnos nunca y aunque a veces venga con dolor disfrazado de polizón, merece la pena. Ojalá un poco de dolor nunca estropeara nuestra forma de ver el amor. No obstante, no todo el mundo se siente igual respecto a esta idea. Se piensa que querer es de débiles, pero ¿por qué? ¿Por qué cuando perdemos a alguien que un día quisimos lloramos en silencio y a escondidas para que nadie lo sepa? Para que nadie sepa por qué lloramos, por quién sufrimos. ¿Por qué no queremos que nadie sepa que amamos hasta que duele?
Supongo que aquí se halla el quid de la guerra entre ciertas personas y las redes sociales. Porque son nuestra fachada, el mecanismo por el que expresamos que todo nos va bien. Donde demostramos que no existe el dolor ni la frustración. Un escaparate de felicidad. Vemos absolutamente todo lo que hacen los demás e intentamos parecernos. Queremos que vean que nosotros también estamos bien; estupendamente, de hecho. Que también somos felices y logramos lo que nos proponemos. Claro, que eso entra en conflicto con lo primero que hemos dicho: Lo mejor que nos puede pasar es que dejen de saber de nosotros, y eso ya no pasa. Nos tenemos monitorizados unos a otros, lo sabemos todo. Así cesan de existir las conversaciones, ¿para qué? Ya sabemos todo de todos, no hace falta preguntar nada porque al otro le interesa que sepas lo que está haciendo. Los “qué tal” se han quedado en una frase que se dice por educación: nadie te cuenta realmente qué tal está. Desaparecen conversaciones, desaparece el interés y la curiosidad. Pero sobre todo, y para mí lo peor, desaparece el amor. El amor de verdad. Desaparece porque aquella persona que antes se preguntaba por ti, que imaginaba que todo te iba bien, que esperaba que te hubieras enamorado otra vez para que pudieses ser feliz… Ya no se pregunta, ni se imagina, ni espera. Y por lo tanto, ese pequeño ápice de ilusión que quedaba aún después de todo lo que rompe una relación, se esfuma. Y dejamos de pensar en otras personas, de desear que todo les vaya bien, y lo más importante: dejamos de inventar sus historias que, en el corazón de los que todavía les amamos a pesar de todo, siempre tienen un final feliz.