
A la tierna edad de 13 años me gritaron por primera vez por la calle que si quería sexo.
Cuando tenía 15, a las ocho de la mañana de camino al colegio con libros al hombro y sueño en el rostro. Un degenerado, porque hombre ya no era, nos susurró que si queríamos que nos comiese el coño de una vez ya. Era invierno, las ocho de la mañana, ¿ahí la culpa también era de mi ropa? ¿de mi libro de mates de 3° de la ESO?
En el metro siendo aún menor, con solo 17, me grabaron el escote por primera vez. No fue la última. Ese fue el verano en el que dejé de ponerme pantalones cortos por la noche porque me daba miedo volver a casa.
Con 18 recién cumplidos uno me intentó coger en brazos por la calle. Mis amigas tuvieron que sujetarme porque por primera vez mi reacción no fue congelarme, sino la ira. Casi me cuesta un puñetazo no quedarme callada. Y cuando meses más tarde, por gustarle a un chico en una discoteca y decirle que no me llamó zorra; lo único que sentí fue confusión.
Tenía 19 cuando en un torneo de debate, mandaron un comentario anónimo sobre mí: “espero que se te caliente el coño igual de bien que la boca cuando hablas”. Para entonces ya solo era otro incidente más, ya no había ira. Solo resignación
Estaba en una fiesta con 20 en la que un chico que yo consideraba amigo me preguntó que si sabía lo que era un “quickie”. Cuando yo, tensa le dije que no para evitar la situación, me preguntó que si estaba borracha. A mi no rotundo, respondió diciéndome que un día que lo estuviese me lo explicaba en un baño. 30 minutos y otras dos brutalidades más tarde volví a casa llorando, preguntándome que había hecho para atraer ese tipo de atención. La culpa nunca fue mía y siempre de esos tres mandriles.
A los 22, recién llegada a otro país y enfrentándome a gritos y susurros constantes en un idioma que no entiendo ya solo me siento cansada, harta. No necesito entenderlo, el acoso y el miedo que causan son iguales en todas partes. Pensar que el acoso callejero y sexual se han convertido en mi día a día, en algo anecdótico, me entristece profundamente. Sin embargo es la verdad, ya no pestañeo ante cualquiera de estas situaciones, es simplemente otra más que añadir a la lista. Y lo peor es que soy una de las afortunadas y soy muy consciente de ello.
Como alguien más me vuelva a decir que es un incidente aislado voy a cometer yo otro. No ha sido un incidente aislado en mi vida ni en la de ninguna de nosotras. Es nuestra realidad y ya es hora de que cambie. Nos pinchan, drogan, maltratan, matan. Así que una denigración más, hay que aceptarla o el problema eres tú por no tener sentido del humor. El humor misógino contribuye a la cultura que acepta todo lo descrito. Ni putas, ni zorras, pero atrapadas en la madriguera de la misoguinia normalizada y casual.